Usualmente su hogar era silencioso, precario de notas que saltaran en los altos y que pudieran hacer retumbar sus horas de trabajo. Motas de polvo no existían y su pequeña gran obsesión por el orden, volvía imposible que su planificado hogar perdiera la cordura. Mas, ese día, siendo precisos, a las diez de la mañana con dos minutos, la definición del caos interrumpió en su hogar. Inmoral como poco grata, el olor del alcohol se esparcía desde su puerta.

No quiso abrir, y por ese mismo motivo, no abrió. Puso un candado más.

Los minutos pasaron, la espera de que el ruido se apagara era anhelado. El verde no combinaba con el lila, al menos no en su pensar. Mucho menos permitiría manchas que le tomarían días limpiar. La imprudencia no conocía límites, y por otra parte, la responsable no conocía la vergüenza. Sólo quedaba rezar a que el tiempo pasara más rápido de lo usual, de tal modo que una vez pudiera salir, quizás, muy probablemente, una que otra trampa pondría. Una ligera advertencia de tantas para la terca confesión que rechazaba al menos una vez al mes.

Minutos pasaron, no observó problema en ello, solo escuchaba los sollozos de rutina. Más minutos corrieron, golpes con más llantos se escucharon, era un día más pesado. Más minutos de lo esperado fueron contados, la paz de su mirada se prendió con una leve chispa de ira.

No quería abrir, ver esa cara tonta de una bruja con alcohol por sangre era poco apetecible, por no usar palabras más duras. Ya le habían advertido que estaba prohibido. No es que fuera de su gusto usarlas, pero ¿qué otra manera tenía de poder expresar su rechazo?

No anhelaba sostener esas manos ligeramente más grandes que las suyas, apretar esas mejillas rojas por el calor del licor ni oír esa voz que solía retumbar de lado a lado en su cabeza. Incluso decir su nombre era un problema, aunque ciertamente era el nombre adecuado para una mujer como ella.

Una mujer que ahora veía de rodillas, sollozando y abrazando varias botellas al borde de caerse de sus brazos. Una mujer que sus grandes ojos verdosos se clavaron en ella tiernos y con hambre de una mísera muestra de afecto que nunca llegaría. No es que sus sentimientos por ella fueran de odio, tampoco eran de amor. Encontrar una palabra que no fuera indiferencia pero que tampoco fuera cariño era difícil, así que simpatía era lo más cercano para describirlo. Aunque tampoco era totalmente exacta.

De cualquier modo, ahora debía de hacer algo. ¿Echarla con una escoba? ¿Negociar con ella? ¿Cerrar la puerta en su cara?

No tuvo tiempo de elegir alguna opción disponible. La bruja había sido mucho más rápida y ya estaba aferrada a su pecho cual sanguijuela. Una realmente llorona como melosa.

Realmente no entendía la decisión de la genética en darle tal altura, innecesaria a su opinión, aunque ciertamente en el hipotético de poder cambiar sus alturas, aceptaría gustosa. Sentía que su cuerpo se encogía en cada abrazo en contra de su voluntad, afirmando su pensamiento anterior y alimentando la llama de su obvia aversión. No era pequeña, no, no, no. No lo era. Esa planta de cerveza era gigante en comparación, lo suficiente al menos para hacerle sentir como una diminuta mariposa en sus manos.  La sensación de su cuerpo atrapado por completo en un calor ajeno era incómoda. No dejaba que sus pensamientos fueran ordenados, que sus palabras fueran correctas y que su cuerpo actuara como ella quería actuar; con su elegancia y temple habitual. Estaba totalmente segura, cada contacto con esa bruja le pegaba la estupidez de una manera alarmante. Tal vez era el olor del alcohol, o quizás era un talento natural de esa cabeza que únicamente sabía moverse en la imprudencia.

Ser amable era un camino a considerar, de hecho, era uno de sus lemas principales. Pero dos problemas existían a la par en ese instante: la bruja y el hecho que no quería ser amable con esa bruja.

—Creo que su audacia de hoy ha traspasado los límites establecidos en nuestro acuerdo de convivencia, señorita bruja— exclamó con neutralidad aunque su mano yacía sobre la ajena, empujando y empujando, esperando que ya se alejara de una vez—. El día de hoy deberemos de estipular nuevas reglas al parecer— suspiró.

—¡¿Ehhh?!— no tardó en sonar un quejido lamentable tras la pequeña mano que le aplastaba la nariz—. ¡¿Otra más?! Pero si ya llevamos como 52 reglas…

—Llevamos solamente 10 reglas— corrigió presionando más su palma. No debía olvidar desinfectarla luego, ya podía percibir en su manga el ligero aroma a vino.

—¡Son muchas! ¡No quiero, no quiero! ¡Tengo una mejor idea!

—No.

—¡Elim-!

Su boca fue callada con otra mano, una mano decidida a no dejar que una idea aberrante saliera de una bocaza sin tacto. Era obvio lo que diría, y también era una obviedad que aquella bruja no perdería esa oportunidad.

Un pequeño beso fue depositado en el interior de la pequeña mano de la mariposa. No fue necesario para ella ver la cara de Circe, podía sentir en su tacto como las comisuras de su boca se elevaron sonrientes en su coqueta travesura. ¿Cómo osaba en reír tras realizar tal acto tan desvergonzado? Era de no creer. Siempre un idiota podía ser más idiota, siendo hasta capaz de cavar su propio camino al cementerio por efímeras alegrías.

—Ahora serán 15 reglas— sentenció estrujando mejillas regordetas para deformar esa tonta sonrisa—. No se aceptan reclamos ni quejas verbales, si quieres escribir una, no olvides depositarla en el vacío— porque claramente no tenía sentido aceptar reclamos banales.